miércoles 22 de abril de 2009
Esferas llameantes en Rusia: Kuban, el último combate
Enigmas.- En enero de 1943 casi un millar y medio de soldados alemanes perecieron misteriosamente en la región de Kuban, en el sur de Rusia. Esa misma tarde se vieron dos esferoides llameantes en la zona. ¿Se trataba de un arma secreta letal?
Vladimir V. Rubtsov
Hace unos años, una cálida noche de julio, me dirigí en tren a Kuban, una región al sur de Rusia. Junto a mi amigo Anatoliy Klimenko, uno de los ufólogos más activos de la antigua Unión Soviética, íbamos a investigar un misterioso acontecimiento ocurrido en el curso de la Segunda Guerra Mundial, del que mi amigo había sido testigo en su adolescencia.
Nos habíamos conocido a raíz de la elaboración de una serie de informes ufológicos publicados en el primer volumen del famoso libro UFO Observations in the USSR, del doctor F. Y. Zigel. De vez en cuando nos veíamos para discutir acerca del material recopilado sobre sucesos anómalos. Uno de los informes se refería a la enigmática muerte de un grupo de turistas en Los Urales en 1959. Según una histórica versión, los rostros de las víctimas expresaban aún el horror. Este detalle sorprendió mucho a Anatoliy. “Sabes, Vladimir, me encontré con un caso similar durante la Guerra. Tuvo lugar en Kuban. ¿Quieres que te lo cuente?”, me preguntó. “Claro que sí”, respondí. Y entonces me narró una de las historias más extrañas y sorprendentes que he oído en mi vida.
Una emboscada mortal
El 29 de enero de 1943 las aldeas cosacas a lo largo de la línea férrea que une las localidades de Krasnodar y Tikhoretsk mantenían una angustiosa espera. El día de año nuevo las tropas alemanas situadas al sur de la región comenzaron lentamente a retroceder. En la noche del 29 al 30 de ese mes varios cañonazos anunciaban la retirada nazi a lo largo de todo el frente.
En aquel invierno Anatoliy Klimenko tenía 15 años y vivía con su madre y otros parientes en el caserío de una granja colectiva (denominado kolkhoz) en el distrito de Vyselki, a unos 7 kilómetros del pueblo de Berezanskaya. Las tropas soviéticas se hicieron fuertes en esta región en la madrugada del 30 al 31 de enero. Afortunadamente para los habitantes apenas se registraron combates, pero en la noche anterior, no lejos del asentamiento de Chelbas, ocurrió algo verdaderamente extraño. El incidente fue muy comentado por los vecinos. Su principal testigo, un viejo carretero, era pariente del propietario de la casa donde vivía Anatoliy y su familia.
A mediodía del 20 de enero, cuando las tropas alemanas aún trataban de construir una línea defensiva, el carretero salió al campo a dar de comer a las vacas, pero se encontró con una patrulla alemana que le dio el alto. Un regimiento de infantería se estaba atrincherando en una colina desde la que se controlaba visualmente toda la zona.
A la mañana siguiente, tras comprobar que ya no había alemanes en la aldea, el carretero salió otra vez a recoger heno. Dejó atrás el lugar donde se había encontrado con los alemanes el día anterior. Instantes después comprobó horrorizado que, envuelto por la niebla matinal, se había metido en el campamento alemán. A su alrededor yacían sobre la nieve los cuerpos de toda una compañía de infantería. Semi paralizado por el miedo, dio la vuelta con su carro para retroceder. Ante él distinguió entonces otro grupo de soldados uniformados con prendas del ejército rojo, tumbados, inmóviles, con la clásica estrella soviética en sus gorros. Venciendo su impresión, se acercó a ellos y se inclinó. No sangraban, ni dormían ni reptaban acercándose hasta las líneas enemigas. ¡Eran cadáveres congelados!
El 5 ó 6 de febrero, llegó un grupo de oficiales soviéticos para identificar los cadáveres. Buscaban una unidad militar desaparecida hacía más de una semana. La identificación de los cuerpos del ejército soviético confirmó que todos pertenecían a la unidad militar a la que se le perdió el rastro y los oficiales rusos partieron creyendo que el asunto estaba zanjado. Sin embargo, los residentes de la zona no pensaban como ellos.
Nadie podía entender cómo se había producido el combate. A juzgar por las posiciones de los cuerpos y la información adicional obtenida por los mencionados oficiales, había ocurrido lo siguiente. Un batallón soviético de infantería se desplazaba a lo largo del frente. El tiempo apremiaba, ya que la topografía por la que transitaban los soldados dificultaba el envío de patrullas y podían ser descubiertos fácilmente. Comenzaron a ascender desde el valle siguiendo la vía férrea sin sospechar que los vigías alemanes les habían localizado y tendido una emboscada. A ambos lados de la carretera había escondidas 300 metralletas listas para atacar. Además, otros 50 soldados estaban entre los arbustos de una quebrada a unos 10 metros del camino y otros 250 se agazapaban en dos hileras tras una zona cubierta del ferrocarril. Cuando la columna soviética alcanzó un punto determinado, la artillería alemana abrió fuego. La vanguardia de la columna se dispersó por un collado cercano y dio lugar a una lucha cuerpo a cuerpo, pero la notable diferencia de fuerzas decantó rápidamente el enfrentamiento en favor de los soldados alemanes. Hasta aquí el suceso es normal. Sin embargo, a continuación ocurrió algo realmente incomprensible.
¿Gases venenosos?
Según el relato de Anatoliy Klimenko, ninguno de los soldados alemanes habían retrocedido o avanzado. Todos y cada uno de ellos permanecían en su puesto, como petrificados. Es más, otra unidad del mismo regimiento, a unos dos kilómetros del lugar, había perecido de igual forma: en sus puestos. El total de bajas alemanas alcanzó una cifra aproximada a 1.350 hombres. En cuanto a los cadáveres de los soldados soviéticos caídos en la emboscada, sólo se encontraron unos cuantos en la carretera y en el collado.
Así pues, nos encontramos con un primer enigma: ¿Quién destruyó el regimiento alemán después de que el batallón soviético fuera aniquilado? El caserío donde vivía Anatoliy fue liberado un día después; hasta entonces no se vieron tropas rusas en la vecindad. Existe un segundo enigma directamente asociado con el primero: ¿Con qué armamento se masacró a los alemanes? Había que descartar la artillería o un bombardeo: los residentes de la aldea a unos 5 kilómetros de distancia no escucharon explosiones ni combate alguno, tampoco se hallaron ni restos de obuses ni un sólo cráter abierto por el estallido de las bombas. Los cuerpos de los soldados soviéticos presentaban múltiples heridas de bala, pero las de los alemanes parecían haberse producido por la súbita detonación de la munición que portaban en sus mochilas, cartucheras o en la mano.
En todo el campo de batalla, cubierto de rifles y metralletas, literalmente no había ni un solo cartucho o bomba de mano intactos. Muchos de los cadáveres no presentaban ni heridas ni orificios sangrantes, sin embargo sus rostros y expresiones daban testimonio de un momento de terror. Esto sorprendió en especial a los veteranos soldados que hicieron la inspección. Ninguno recordaba haber visto rostros así en otra batalla. La acción del elemento desconocido seguramente fuera repentina, simultánea y mortífera sobre todos y cada uno de los participantes en el combate ya que ninguno tuvo tiempo para abandonar su puesto. ¿Qué tipo de muerte tan súbita les sobrevino para no poder escapar o al menos retroceder un poco?
De las armas empleadas durante la contienda internacional, sólo los gases venenosos eran capaces de producir efectos hasta cierto punto equiparables a los observados. Aun así, ¿por qué no trataron de escapar? Alemania, temiendo una vasta represalia aliada, no se atrevió a utilizarlos a gran escala. Se rumoreó que en un depósito alemán de armas, situado en Tikhoretsk, había guardado un suministro de proyectiles especiales, tal vez químicos, vigilados por una brigada de la Gestapo. No se sabe nada con certeza respecto a esa munición, tal vez se la llevó de Tikhoretsk el regimiento que participó en el mencionado combate, y durante el mismo detonara accidentalmente.
Este supuesto podría explicar ciertos detalles del episodio, como la muerte de todos los seres vivos en una amplia zona, la falta de heridas en los cadáveres e incluso el horror expresado en sus rostros… Sin embargo, no aclara todo. Las municiones normales, por ejemplo, no tendrían por qué haber estallado debido a gases venenosos, y, además, ¿por qué se produjo el desastre también en el segundo campamento? Una sincronía un tanto peculiar.
En el verano de 1943 Klimenko habló con los vecinos del área. Entonces habían transcurrido seis meses desde que aconteciera el enigmático combate. Ahora, medio siglo después, íbamos a acercarnos por allí…
Viaje a Chelbas
Llegamos a Tikhoretsk otra mañana de verano y allí cogimos un tren para ir hasta Chelbas. En esta zona, según recuerda Anatoliy, había tenido lugar el extraño incidente de la pasada contienda. Inevitablemente se habían producido cambios en la localidad, pero tras una persistente búsqueda y muchas preguntas a los residentes encontramos el supuesto campo de batalla. Como era de esperar no había rastro del combate y no albergábamos esperanza de encontrar allí ninguna prueba material del mismo. Los lugareños fueron muy hospitalarios (pasamos tres noches en casa de uno de ellos) pero no pudieron ayudarnos gran cosa. Algunos viejos recordaban que allí tuvo lugar un combate pero no pudieron darnos detalles.
“Bueno, –dijo Anatoliy– ya que estamos aquí, podríamos hacer una comprobación”. Sacó de su mochila un mapa, una regla y un semicírculo graduado y comenzó a medir algo en el mapa. Minutos después, levantó la cabeza y dijo perplejo: “Sabes, Vladimir, la dirección de este sitio coincide prácticamente con… bueno, con la dirección de los esferoides”. “¿Qué esferoides?”, pregunté sorprendido. Y Anatoliy me lo explicó. Durante la guerra mi amigo y otros adolescentes jugaban el papel de meros observadores, obligados a informar a los adultos de cualquier peligro que detectaran. Una tarde, a finales de enero de 1943 (probablemente el 29, ya que el caserío fue liberado la noche siguiente por las tropas soviéticas), Anatoliy andaba vigilando desde el portillo los movimientos del vecindario. Ya se había puesto el Sol y anochecía. Al mirar hacia el noreste en dirección este, como si dijéramos a la derecha de Tikhoretsk, Anatoliy vio de repente un curioso fenómeno. En la creciente oscuridad del crepúsculo, detrás del horizonte, apareció un resplandor rojizo, aproximadamente de un kilómetro de anchura. Durante unos segundos centelleó y luego comenzó a ascender con rapidez adoptando la forma bien definida de una brillante burbuja llameante. Durante diez o veinte segundos, esta burbuja aumentó de tamaño de forma considerable hasta alcanzar las dimensiones visibles del disco solar al atardecer.
Los contornos del esferoide eran claros, nítidos y geométricos y su superficie convexa y redondeada. Emitía una luminosa luz suavemente rojiza. Durante toda la guerra, Anatoliy no había visto nada parecido. El esferoide era como una gigantesca burbuja de jabón, pero llameante.
Finalmente el esferoide comenzó a cambiar. El tono rojizo fue reemplazado poco a poco por manchas blanquecinas. Luego se separó en dos trozos pálidos y entre ellos podía verse el cielo nublado de la tarde mientras se desvanecían en el espacio circundante. La oscuridad reinó de nuevo pero, apenas tres minutos después, el fenómeno reapareció, esta vez a unos dos o tres kilómetros a la izquierda del anterior. Las dimensiones del segundo esferoide no eran tan impresionantes. Tal vez medía unos 800 metros en su base. Pocos minutos después también desapareció, abriéndose en dos como el anterior. Anatoliy dio la alarma y se quedó junto al portillo mirando el horizonte. No podía verse en la oscuridad ni un destello de luz o una voluta de humo.
Al darse cuenta de que los dos depósitos alemanes de munición estaban cerca de Tikhoretsk, Anatoliy pensó que los habrían volado esa tarde. Incluso aunque no existía ningún parecido entre estos esferoides y tales explosiones (la propia suposición resultó ser incorrecta: uno de los depósitos estalló al día siguiente y el otro fue tomado por las tropas soviéticas), esta pseudoexplicación ha ensombrecido, como suele ocurrir con frecuencia, un verdadero enigma.
¿Un arma secreta?
De regreso a casa discutimos de manera acalorada las posibles explicaciones de estos sucesos. La hipótesis de una Wunderwaffe (“arma sorpresa”) que Hitler había prometido más de una vez a sus aliados y enemigos no parecía infundada. Tal vez se había probado un prototipo experimental de tal arma cerca de Tikhoretsk y el resultado había sido, por así decir, un éxito: el arma destruyó a quienes la activaron, probablemente sus creadores. Es más, un argumento adicional en favor de esta hipótesis (aunque sea indirecto) surgió inesperadamente justo un mes después de mi regreso de Chelbas a Kharkov, donde resido. Procedía de un lejano lugar de la Unión Soviética. Como colaborador de la popular revista científica Tekhnika-Molodyozhi solicité a los lectores que nos informaran de sus experiencias anómalas. Poco después recibí la siguiente carta de Nikolay Kernozhitskiy, vecino de Komsomolsk-on-Amur, una ciudad en el extremo oriental de Rusia: “Este hecho aconteció en agosto de 1947, en el pueblo de Malyshevsk (distrito de P. Osipenko, territorio de Khabarovsk, Rusia). No recuerdo el día exacto ya que sólo tenía siete años y ni siquiera iba a la escuela. En un centro cultural donde se reunían los campesinos de las granjas colectivas estaban proyectando una película. Debían de ser las nueve de la noche, tal vez las nueve y media. De pronto alguien abrió la puerta desde fuera y se oyó gritar a una mujer: ‘¡Fuego, fuego!’. Todos salimos corriendo a la calle. Los niños nos quedamos boquiabiertos de asombro. Abajo en el Amgun, un afluente del río Amur, en dirección noreste y ascendiendo lentamente por detrás de la linde del bosque, se vislumbraba un resplandor rojo. Un minuto después se alzó en lo alto una gigantesca bola roja resplandeciente que a todos nos causó pavor.
La inmensa cúpula roja sobre el bosque emitía un gran fulgor rojo libre de destellos y sin ruido. Algunas mujeres se echaron a llorar abrazándose y mirando desvalidas a los hombres. Ellos, a su vez, intercambiaban miradas de perplejidad. Los adultos empezaron a meter a los niños en casa. Aterrorizados, corrimos a casa sin protestar. Entonces los adultos también decidieron recogerse. Alguien dijo: ‘Pues que sea lo que sea. ¡Vamos a seguir viendo la película!’. El encargado de pasar la película la puso en marcha de nuevo. Alguien cerró la puerta con un comentario: ‘Eso es todo, ya se fue. No era un incendio”.
Al comparar la imagen de Kernozhitskiy con las dibujadas por Klimenko, me pareció que ambos fenómenos eran muy similares. Anatoliy compartió la misma opinión cuando le enseñé el dibujo tiempo después. Se quedó muy sorprendido y exclamó: “¡Qué magnífica descripción! ¡Qué hombre tan observador!”.
A petición mía, Nikolay Kernozhitskiy regresó al río Amgun, hizo preguntas a los antiguos residentes de Malyshevsk y atravesó la península en la curva del Amgun, cerca de este pueblo. Algunos viejos confirmaron sus recuerdos, pero no se encontró nada raro en la taiga.
En principio, si los esferoides vistos por Anatoliy Klimenko en 1943 se debieron a un arma alemana secreta, ésta podría haber sido capturada por el ejército soviético y probada en 1947 en el extremo oriental del país. Sin embargo, no hay ninguna información disponible relativa a pruebas militares realizadas cerca de Malyshevsk. Algo así no resulta fácil de esconder sin que nadie se entere. Además, Nikolay Kernozhitskiy no pudo encontrar rastro de instalaciones inusuales en la zona. ¿Habían sido desmanteladas?
Naturalmente, algunos aspectos de la historia pueden resultar increíbles. Anatoliy vio los esferoides, pero sólo escuchó las circunstancias del misterioso combate. Desconocemos qué parte de esta información es fiable y cuál debe ser considerada como mero folclore. En cualquier caso, valdría la pena investigar los archivos militares de Rusia y Alemania que actualmente ya no son secretos. Hasta entonces este suceso seguirá siendo "otro misterio más" de la Segunda Guerra Mundial.
Fuente: Akasico.com
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